CHIN CHIN

Siempre me pasó de ponerme triste a fin de año. Todos los años. Desde muy chica. Como que viene todo bien y de repente PAF! siento un elefante parándose en mi pecho. Me invade una angustia densa y pesada, me ahogo, como si se me inundara el cuerpo desde adentro. Nunca entendí por qué me pasaba eso. No supe rastrear un detonante claro, ni un evento bisagra, ni un recuerdo particularmente doloroso. Mi familia al principio le preocupaba, luego pasaron a aceptarlo, pero siento que en el fondo les rompía las pelotas. No los culpo; debe ser difícil ver llorar así a una hija chiquita (o de cualquier edad), sobre todo sin razón aparente. Siempre fui llorona. Pero es algo que simplemente NO PUEDO controlar. Durante años traté de luchar contra eso. Traté de evitarlo, de frenarlo, de esconderme, de hacer de cuenta que no pasaba nada. Odio joder al resto. Es tanto más fuerte que yo, más grande que yo… no lo puedo evitar, ni esconder, ni hacer de cuenta que no pasa nada. La lágrima fácil es una de las cosas que más me caracterizaron, durante años. Y siempre me jodió. Porque la facilidad que tengo para llorar es lo más parecido a un anti súperpoder. Es algo enorme que quiera o no afecta a cualquier persona que tenga alrededor. Y si bien se activa en situaciones muy específicas y a esta altura de mi (in)madurez debería haber aprendido a dominarlas, o al menos a preverlas, esas situaciones me siguen tomando por sorpresa. Y el llanto, también. Y no sólo me domina, sino que también es como una canilla, que una vez abierta, no hay forma de cerrarla del todo. Como que se me rompe el cuerito, y una vez que cae la primera lágrima es como si se me activara una criptonita auto-inflingida, como si un manto de vulnerabilidad me cubriera el cuerpo y la mirada, desnudándome ante cualquier nuevo motivo para llorar. Es siempre un factor que me juega tan en contra, y es algo sobre lo que tengo tan poco control… La gente que me ve llorar en general se exaspera, piensa que lo hago a propósito para causar pena o algo. Y es todo lo contrario. Es como un estornudo, no me puedo hacer la boluda y ya. Me pasa, me atraviesa. De hecho, si pudiera elegir un súperpoder real, elegiría poder controlar mi llanto. Y no digo como los buenos actores que pueden largarse a llorar cuando se les da la gana, sino de los grandes actores, que pueden hacer como si nada pasara, aún cuando se les está rompiendo el corazón. Mis novios alemanes siempre supieron ser particularmente malos receptores de mis quebradas en llanto. Ellos son más pasivo agresivos que expresivos, en general. Y yo cuando me altero hablo fuerte, e me enojan las manos y las muevo con toda la fibra italiana que llevo dentro, camino de aquí para allá mientras defiendo mi caso, me emociono, me exacerbo, entro en ebullición. Cuando me enojo soy la versión más latina de todas mis versiones. Y encima ahora que tengo peleas con novios en inglés, me convierto en una versión enana (y mucho menos culona) de Sofía Vergara. Y pues claro, lloro. Y eso como que los saca de eje. Me miran como queriendo mirar a un árbitro para que me de una tarjeta amarilla por haber traído un arma de fuego a una pelea de armas blancas. Por posesión, uso y abuso de emociones. Señor juez, yo le juro que me aguanto el llanto todo lo que puedo, pero a mí, señora, me DEVORAN las emociones. Si no lloro, se me acumulan las lágrimas en la cabeza como una sinusitis y siento que me voy a morir. Si no lloro, implosiono. Si no lloro, si no te muestro de manera clara y palpable todo lo que siento, siento que no siento.

“La tierra de Maradona, la tierra de Messi, la tierra del sufrimiento”, decía uno de los locutores que andaban dando vueltas en algún reel viral post Mundial. Y yo creo que algo de eso hay. Expertos en sufrir, la puta que nos parió! Jaja ¿Por qué??! En el deporte del sufrir soy la más argentina de todas. No lo hago a propósito, les juro que no me divierte pasarla mal. Pero también podría jurar que muchas veces romanticé el sufrimiento, y dejé que sea parte de mí, de lo que soy por definición, minimisándome muchas veces a eso. A una bola de emociones, a una llorona, a una argentina hecha y derecha. Es el lugar que conozco, el dolor existencial. Justo hace un par de días encontré un scrrnshot que había hecho el año pasado de un post en Instagram, que decía: «Puede que hayas encontrado un mundo en la herida, pero es momento de dejarlo ir.». En otras palabras: «Soltá, la concha de la lora, soltá. Ya fue, ya está».

“Algo de alegría, una pizca de alegría.”, dijo mi viejo cuando Argentina por fin salió Campeón. Mi viejo: el sufridor sufriente. Más allá de no haber tenido la vida más fácil de todas (ni cerca), mi viejo es un tipo que sufre. Siempre. Como yo, que soy una densa que sufre constantemente. Sufro, luego existo. Y los dos amamos desmesuradamente, también. Amo con locura y siento bocha todo el tiempo, luego considero existir. A papá vos lo llamás, y no importa el año, el presidente, quién haya ganado el último partido, incluso después de haber pasado un día perfecto, pero vos le preguntás cómo anda, y él te dice “Acá, en la lucha”. Y por un lado me molesta, porque es como que aaaaahhh viejo, ¿no podés ver todo lo maravilloso que nos toca vivir? Digo, es una persona que goza de salud, sus hijos también, que tiene familia y amigos que lo adoran, una mujer a su lado, un plato de comida caliente todos los días y un hermoso techo sobre él. Y por el otro lado, me doy cuenta que yo soy igual. O sea, re diferentes. Diferentes. Pero iguales. Vivo con el corazón partido, y no importa el año, el presidente, incluso después de haber pasado un día perfecto, hay siempre algo que en el fondo me tiene al borde de la lágrima. Me molesta tanto ser así… Pero también hace poco me iluminé y entendí que la clave está en sacar para afuera, pensar en voz alta, hablar con gente que te quiere, hacer terapia, demostrar y mostrar las emociones, ir de frente, poner límites. Cosas que no puedo decir me hayan caracterizado los primeros 30 años de mi vida. Y de verdad, que cuando logro ese balance, lloro menos. Porque de verdad que muchas veces eso es lo que me envenena; quedarme con toda la mierda adentro, atravesar las cosas sola, no saber pedir ayuda.

Yo no vi ningún partido. Ni de este Mundial, ni de ninguno de los anteriores. Alguna que otra vez me junté con amigos a mirar el partido, pero no miré el partido. Cuando coincidían con días de ir al colegio, los partidos se veían en todas las aulas. Yo odiaba esos días. Cancelaban las clases, pero no te dejaban irte a tu casa. Tenías que quedarte durante 90min -en mi caso comiéndote los mocos- encerrada en un aula. Era realmente una tortura. No me interesa, no me mueve un pelo mirar el mundial. No me hace sentirme más argentina, ni me hace extrañar a Argentina, ni me despierta un particular orgullo venir de allí. No me gusta mirar deporte, salvo que juegue alguien que conozco, o si es “mi equipo”. Ya sé que la Selección es per se “mi equipo”. Pero para encenderme la pasión, el fútbol tiene que atravesarme el corazón. Yo necesito palabras, contexto, conmoverme, vivir el barrio, verlos en la cancha, cantar las canciones, necesito enamorarme para poder hinchar. Pero no puedo (ni quiero) ni siquiera tomar el riesgo de enamorarme de un grupo de pibes que representan todo lo que yo siempre quise dejar atrás. No puedo exponerme a embelesarme con un equipo que representa una comunidad de la cual yo nunca me sentí parte. Porque ya bastante confuso y doloroso ha sido todo siempre entre Argentina y yo.
El otro día que ganaron, mientras el país (y el mundo) estaba en vilo mirando el partido, yo estaba en un mercado navideño en un diciembre helado, tomando vino caliente y sin intención de tributo, jugando a la pelota con mi hijo. Soy insoportablemente curiosa, y llegó un punto que no pude más y maté al gato. Me metí en un diario online y lo primero que salía era cómo iba el partido: 2-1 ganaba Argentina. Por alguna extraña razón, sentí alivio. Casi por inercia actualicé la página del diario, y el resultado había cambiado a 2-2. En ese lapso de segundos en el que yo pequé de curiosa por primera vez en todo el campeonato y quise ver cómo iba el partido. En ese instante nos empataban. “Concha.”, pensé. Decido dejar el teléfono tranquilo. Se nos hacía la hora de la cena, y el bañito, leer un cuento, ir a la cama, etc., así que subí a mi hijo al cochecito y emprendí la vuelta a casa. En la cuadra de mi casa, en la esquina más cercana al canal (y a la que más sol le da) vivimos nosotros. Y en la otra esquina calle abajo, hay un café turco. Es un lugar border siniestro, adonde no entran minas, y el aire ahí dentro está blanco de lo que se fuman puchos, uno tras otro. Nunca me tiraron mala onda, pero tampoco me hacen sentir bienvenida. Siempre evito hacer contacto visual cuando paso por ahí y tengo que ir esquivándolos a todos desparramados en la vereda (porque fuma  adentro Y afuera). Ya volviendo, pispié por la ventana del café turco de la esquina, y yo te juro, te lo juro por Messi, que en ese instante Francia hizo el tercer gol. Y ante mí cambiaba el resultado, otra vez, de la gloria al empate. Me declaro oficialmente mufa. Cerré los ojos indignada y llena de culpa. De verdad sentía que si mis ojos no hubiesen encontrado esa pantalla, el gol no habría existido. Como creer que si no hay nadie que lo escuche alrededor, el árbol que se cae en el bosque no hace ruido. Ofuscada retomo el cochecito y encaro para casa. Uno de los turcos que miraba el partido desde afuera mientras fumaba en la vereda me preguntó si estaba bien, le dije que sí con cara de que no, y le dije que era argentina. «Aaaaaahh» me dijo mientras se le iluminaba la cara y se le ensanchaba la sonrisa. «Me gusta Argentina», me dijo jurando lealtad. No le pude decir que a mí también, y me fui para casa. Me hice la boluda el resto del partido, apagué el celular y evité cualquier tipo de interacción accidental con fuentes de información. Dejo pasar un tiempo prudente y me meto en las redes; todos festejaban como si nos hubiesen perdonado la vida o la deuda externa. Pero TODOS. Personas argentinas en Argentina o fuera de ella, y extranjeros que estaban en Argentina y gente en todos lados y de todas partes. Todos. Y a mí te juro no me pasaba nada con todo eso. O sea, había una energía generalizada muy conmovedora que daban ganas de unirse al abrazo. Pero para mí era como mirar una peli. Argentina Campeones no me pasó a mí. Le pasó a toda esa otra gente, pero yo no tuve nada que ver. Qué lindo, pertenecer. Qué lindo, tener con quién festejar, con quién abrazarte y olvidarte de todo lo demás. Por supuesto, terminé llorando. Me emocionó de manera inesperada e inmensa, como algunas pelis. Al final (y como siempre) me enamoré un poquito. De Argentina, de Messi, del fútbol, del jugador ese que hace terapia, de ver a tanta gente feliz, esperanzada, de ver a mi viejo alegrarse un poco.

 “Las lágrimas no arreglan nada”, dice Merlina Addams en ‘Wednesday’. Ella tuvo esa epifanía cuando era chiquita y decidió no llorar nunca más. Qué envidia, ese nivel de autocontrol, de autoentendimiento, la capacidad de pautar algo con una misma y aferrarse a ello. Y ahora que lo pienso, efectivamente: las lágrimas nunca me han resuelto un carajo. Pero siempre están ahí, leales y serviciales, regándome la cara cuando el corazón se me reseca.
Durante la pandemia y todo ese tiempo de nebulosa entre la última vez que estuve en Argentina pre pandemia y el momento en que quedé embarazada dos años y piquito después, por un breve par de años, casi que no lloré. Como que tenía dominada a la fiera. Lo he analizado mucho y creo que eso tuvo que ver bastante con no haber ido a Argentina por un tiempo, y principalmente, creo que eso fue posible gracias al enorme compañero que E. resultó ser para mí. Éramos familia, éramos el hogar del otro, nos amábamos profundamente, y nos reíamos tanto tanto… nos cagábamos de risa y nos hacíamos enorme compañía. Nos pasábamos horas hablando, y él horas me escuchaba. No sé tampoco de dónde lo arrastro, pero tengo una herida que se abre cada vez que no me siento escuchada. E. me escuchaba todas las boludeces que yo tenía para contarle. Y de verdad le interesaba todo lo que yo tenía para decir. Me miraba embelesado cada vez que yo le contaba algo, como si fuese la primera vez que íbamos de cita. Con esa expresión en la cara como de no entender cómo le puede estar pasando algo tan maravilloso a él. Que él me escuchara con tanta atención me llenaba a mí de confianza y seguridad en mí misma. Me liberaba, me empoderaba, y me calentaba muchísimo. Él tenía un poco ese poder sobre mí. La primera vez que me hizo acabar sólo tocándome los pezones yo me quedé como “what? qué es esta brujería?”. Y ante mi cara desconcertada y fascinada se rió y me dijo “Yo sólo te presto atención”. Como si prestarle atención a alguien fuese fácil y moneda corriente. Como tranquilizándome, como sacando a la luz la obviedad de la clave del éxito en una pareja: prestarle atención al otro. Y al día de hoy que estoy convivencia de que tenía razón. Pero viste cómo es… en algún momento se empieza a desvirtuar todo y por algún paso en falso que casi siempre termina siendo un error de comunicación, se corre el foco, le empezás a presar atención al tema equivocado y te empezás a alejar del otro. Y con E. un día nos empezamos a alejar y yo nunca supe cómo volver a él.

E. no fue coincidencia (nadie lo es). Pero ese período de no tener la lágrima fácil y de no necesitar sufrir para existir, coincide con mi relación con él. Entre el final de la relación, esos últimos meses que estuvimos juntos y los primeros meses de pandemia, estuve casi un año sin llorar. Una locura. Fue hermoso también ver que puedo ser una criatura menos frágil. Pero dependo o me dejo influenciar demasiado por mi entorno,  y tengo que tener la exacta suerte de dar con alguien con la suficiente templanza y amor para lidiar conmigo y sacarme lo mejor de mí. Igual tampoco es que había planeado ese récord personal. Simplemente andaba como más liviana por la vida, con el corazón un poco más protegido. Me acuerdo de cómo me desplazaba por la ciudad en esa época, con mi bici a todos lados, escuchando música, la sonrisa bien alta. Contenta y entusiasmado por todo lo que tenía y todo lo que estaba por venir. Me gustaba salir a patear la calle ilusionada, con la certeza de que no estaba sola en la vida, de que alguien me quería por quién yo era. E. me hacía sentir que lo que estaba haciendo estaba bien. No había cosas que dolieran, entre él y yo. Éramos alianza y telepatía. Culo y calzón, cómplices, mejores amigos, compañeros. Gran compañero era E. Y nos reíamos muchísimo juntos… Estallábamos de risa incluso antes de abrir la boca. Ya sabíamos lo que al otro le había causado gracia y nos reíamos antes de poder compartirlo en palabras. Cómo extraño eso… el dolor de panza de tanto reír… Llegamos a estar tan unidos que a veces éramos uno. Llegamos al punto de comprender (más que entender) cómo pensaba el otro. No había grandes secretos entre él y yo, no había oscuridades, ni miedos. Me calentaba cuánto lo amaba. Amo el amor, y amar y ser amada son dos cosas que me calientan de manera única y extraordinaria.

Teníamos un ritual, él y yo. Nos juntábamos mucho. Siempre nos saludábamos con un abrazo apretado y un beso largo. armábamos uno, lo fumábamos en mi cama o en su balcón cerrado, mientras nos contábamos de nuestro día, de nuestros proyectos, ideas, sueños, miedos. Nos contábamos todo. O sea no TODO todo, claro. Pero era tal la paz que me daba hablar con él, sentía que no me juzgaría nunca, siempre tratando de entenderme y súper curioso él por lo que tenía en mi cabeza y cómo funcionaba todo ahí adentro. Adorábamos la opinión del otro. A medida que el porro se iba acortando, nos íbamos calentando, nos empezábamos a tocar el cuerpo mientras hablábamos; pasábamos suavemente las puntas de los dedos sobre la rodilla del otro, el brazo, el pezón, la costura del centro de su pantalón. Hasta que no dábamos más y el más débil le empezaba a comer la boca al otro. Durante mucho tiempo, aún fuera de toda esa etapa de enamoramiento digamos, lográbamos tensar el aire entre su pija y mi concha de una forma que daba la sensación que la combustión espontánea de alguno de los dos era inminente. Nos sacábamos la ropa de manera torpe y hambrienta, tratando de llegar a la cama sin dejar de besarnos. Ya en una, pero nos seguíamos riéndo. Nos extasiaba saber que íbamos a coger entre nosotros. Con un entusiasmo tremendo, com si fuese la primera vez, cada vez. Y cogíamos por horas. Entrábamos en trance. Coger con E. fue una de las experiencias más psicodélicas sin psicodélicos que viví en toda mi vida. Y cada vez era mejor, y cada vez acababa más veces, y cada vez nos parecía más increíble que la anterior. Cuando volvíamos un poco a tierra después de estar un rato largo tirados, abrazados tratando de recuperar el aliento, bajoneábamos helado de vainilla, gomitas, frambuesas y pizza con extra queso, mientras mirábamos alguna serie divertida. Volvíamos a armar un porro, lo fumábamos a veces en silencio, a veces hablando de lo bueno que había sido el polvo anterior (porque cogíamos tan bien que había que decir algo). A veces volvíamos a coger (más cortito), y otras veces nos abrazábamos escuchando música hasta que nos quedábamos dormidos. Fueron épocas de sentirme muy bien, de sanar mucho. Yo creo que todos caemos en la vida de los demás con algún tipo de propósito. A veces más grande, a veces más obvio, a veces totalmente insignificante. Estoy convencida que la misión de E. en mi vida era sanarme el corazón. Y todavía me duele que no haya resultado entre nosotros, pero sé a lo que vino, e hizo un laburo de la puta madre.
En más de una ocasión mi roommate me planteó tipo intervention que mi relación con E. era muy “adolescente”. A ella le parecía medio raro y no muy adulto que nos juntáramos a fumar, garchar y bajonear. Aunque nuestros encuentros eran mucho más que eso. La pandemia era todavía cosa del futuro, pero es cierto que no hacíamos muchas salidas, ni nos juntábamos mucho con nuestros amigos. Ninguno tenía muchos amigos, y preferíamos estar entre nosotros. Y sí, era una relación adolescente. Y que él fuese tanto más chico que yo ayudaba, ja! Pero yo no lo veía como un problema. Aunque nos terminamos separando, en parte, porque él era un pendejo. Una vez escuché que lo que te enamora de alguien es lo que te termina separando de esa persona. Y siempre intento convencerme de que no es así, pero más de una vez tuve que darle la razón a esa frase. Yo nunca tuve un novio cuando era adolescente. Y me hubiese ayudado mucho tener uno. Me hubiese salvado tener un par de quién enamorarme y que me corresponda, tener un mejor amigo, un refugio, un lugar seguro en alguien que me entendiera y me quisiera con todo su ser. Sumale ahora ser mayor de edad, y agregar a esa ecuación un poco de María, helado de vainilla y todo el tiempo del mundo. Estaba tocando el cielo con las manos. Todo ese tiempo que estuvimos juntos, yo no me sentí sola. Cosa que es enorme para mí. Y disfrutaba de igual manera de estar con él que estando sola, eh. Fueron años de mucho disfrute, de hecho. De mucho goce sano, sin ningún tipo de drama.

Igual yo siempre necesitando mi cuota de soledad. Es tan sagrada mi soledad, y tan clave para mi tranquilidad espiritual y emocional. La navidad del año en que nos conocimos él la pasó con sus padres y yo me quedé en Berlín. Les mandé de regalo a mis suegros dos ornamentos hechos a mano para colgar del pinito; E. y yo. Hice dos miniaturas de nosotros, medio voodoo jaja pero eran geniales. Y yo me iba a ir a pasarlo a Londres con un amigo, pero por una tormenta de nieve cancelaron mi vuelo y me quedé sola en Berlín. Me compré una botella de Baileys, me cociné unas pastas con hongos que te caías de orto, y me metí en la bañera calentita a mirar pelis navideñas. Lejos la mejor navidad de mi vida adulta. La diferencia está entre estar y sentirse solx. 

Hace unas semanas empecé a notar que me estoy comiendo las ‘s’. Toda la vida la boludeamos a mi vieja por comérselas, y me niego a pensar que es la sangre santafesina la que ha conquistado mi habla. Nunca en la vida tuve acento. Nunca nadie me cree que soy cordobesa porque no tengo tonada. Ni de Córdoba, ni de ningún lado. Le hablo a mi hijo y me sale una pajuerana de la boca: «Vamo’ Marlon! ¿Quéstájaciendo ahí? ¿Está’ seguro vo’?»
Casciari en Perros de la Calle, hablando de Messi y su Valija, habla de cómo Messi nunca pescó el acento español (ni sus palabras, ni expresiones), y cómo eso había sembrado un amor enorme en el corazón de millones de argentinos que habían emigrado, pero que dejaban la valija al lado de la puerta. Y yo, la que guardaba la valija en el fondo del armario, estaba empezando a comerme las ‘s’. Lo único que quizás tenga sentido es que, inconscientemente, haya querido exagerar cosas latinas o de pueblo chico, como en el afán de atar un nudo más fuerte entre mi hijo y esa parte de su historia con Santa Fé (o al menos, Argentina). Igual me resulta súper extraña la situación cada vez que me escucho decirle a Marlon «so’ ma’ lindo, vo’!».
Hernñan también dice que “Messi nunca olvidó su lugar en el mundo”. Y dije, “puta”. “Qué envidia.” No sólo no olvidarlo, pero ya saber cuál es tu lugar en el mundo es UN MON TÓN.  En Berlín me siento en mi casa, cosa que nunca sentí en Argentina. Pero me pregunto, si efectivamente, es este mi lugar en el mundo. Yo, a diferencia de Messi, no tuve la certeza de pertenecer a un lugar y durante décadas saber adónde volver. A diferencia de Lio, que tenía siempre su valija al lado de la puerta, yo tuve siempre las valijas guardadas, en el rincón más profundo y oscuro del armario. Rogando que el instinto no me haya fallado y encontrar un hogar en este nuevo lugar. Creo que a mucha gente le pasa de irse y querer volver por la soledad que genera la distancia de lo que conocemos. Por extrañar.  Pero en mi caso (y sé que en esta no estoy sola), Yo me fui de mi país buscando un lugar donde no me sienta tan sola.

Este año que acaba de pasar no fue fácil. Fue un año lleno de desencuentros, desilusiones, decepciones y de sentir mucha soledad. La maternidad trae consigo un nuevo tipo de soledad, y eso me tomó por sorpresa de una manera un tanto violenta. Fue un año de llorar muchísimo. Tuvo cosas preciosas, también. Pero estoy contenta de que se haya terminado. Curiosamente, este año nuevo no lloré. Estoy más grande, más cansada, y la verdad es que no tengo ni tiempo de largar lágrimas. Lo tenemos a Marlon muy enfermo y decidimos rechazar varias invitaciones que teníamos para despedir este año choto y recibir al prometedor nuevo año, para quedarnos en casa con él. Hicimos nidito, empollamos el fin de semana entero, comimos, bebimos, rompimos la estricta regla de crianza sin pantallas y miramos El Rey León, Nemo y Pocahontas (es de público conocimiento que tienen efectos antigripales), y debo admitir que disfruté mucho de este cierre de ciclo. Siento que parte de lo que me quebraba año a año es mi incapacidad de enfrentarme a los finales. Aceptar que algo murió, que fue lo que fue y hay no se puede volver a corregir nada. Me cuestan los finales. Los detesto, de hecho. Tuve que reescribir varias veces el discurso final para el brindis, ninguno me gustó:

Un año lleno de #abundancia les deseaba hoy a la mañana por Instagram con el mate en una mano y la copa de prosecco en la otra. “Chin chin, sana sana, besos besos”, me dijo mi hermana Paula a las 12. Y me resuena como un mantra. Les deseo, a ustedes y a mí, un año lleno de no sentirse en soledad, de sentir que pertenecen a algún lugar, de familia, que hay refugio, tribu, amor, de muchos muchos besos y de crecimiento personal. Aprendan de ustedes mismos y ríanse de ustedes mismos. “Feliz let go”, dijo mi amiga Dana. Escuchen a Dana. Suelten, que de nada sirve quedarse pegadx a lo que podría haber sido, y hay tanta cosa linda y nueva pasando y por venir en este nuevo año, que sería una pena que se lo pierdan por estar mirando para atrás en vez de para adelante. Y por sobre todas las cosas brindo por la salud mental de todos nosotros; son tiempos aunque mágicos, muy extraños los que vivimos. Pero todo va a estar bien. Es una cuestión de actitud, también dicen. No? Yo al 2022 le digo: ¿Qué mirás? Andá p’allá, bobo! Todo mal, pero todo bien. Todo va a estar bien. Chin chin!

Y feliz cumple a mi vieja, que cumple hoy 1 del 1, dándole comienzo a todo, siempre. Amor amor y chin chin! Santa Fé Santa Fé!

2 respuestas a «CHIN CHIN»

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